Se prometía un duelo interesante. La escena televisiva podía
cubrir ampliamente las expectativas de la audiencia. Era una gran oportunidad para ver y escuchar
atentamente, a cara descubierta, a dos de los políticos que más experiencia tenían,
y siguen teniendo, sobre el conflicto de Cataluña en el marco nacional de
España. Gracias a Jordi Évole, que se ciñó escrupulosamente a su papel de
moderador -a ejercer una mediación preocupada en desatascar el juego dialéctico
si se producía-, el debate siguió una dinámica y una dramaturgia de interés
general.
Zapatero y Mas, Mas y Zapatero, cara
a cara, protagonizaron un intento de acercamiento político. Se conocían de
antemano. La supuesta confianza estaba avalada por los frecuentes y variados
encuentros públicos y privados, que tuvieron durante las dos legislaturas en
las que José Luis Rodríguez Zapatero ejerció de presidente del gobierno
español. Se aproximaron bastante en la televisión. Hasta que uno puso sobre la
mesa el respeto a la legalidad y otro el mandato del pueblo catalán, que nunca
va a encontrar mayoría parlamentaria en España para satisfacerlo.
A juzgar por
las palabras y los testimonios, el espectador podía pensar que allí no había
fingimiento ni interés de manipulación: los dos estaban expresando su verdad,
la verdad de unas negociaciones compartidas por ambos en los años en los que
fueron interlocutores de dos realidades políticas, en la actualidad antagónicas
e irreconciliables. Por esta razón, porque se conocen entre ellos, y no
desconfían el uno del otro, empezaron hablándose de tú. Pero pronto cambiaron el
tratamiento. El espacio de grabación no era la sala de estar de su casa, sino
un espacio público con audiencia garantizada. No cabía establecer un diálogo
entre colegas. La penumbra, casi tinieblas –cuando el encuentro se produjo
tiempo atrás con Felipe González, en el mismo lugar, había más luz eléctrica-, era
la escenografía elegida por la cadena de televisión. El momento requería
gravedad y dramatismo.
Hoy es difícil que un espectador informado
y reflexivo no desconfíe de todo lo que ve y escucha, hasta de los programas de
televisión, como este, que se inspiran en técnicas del cinema verité y, en
ocasiones, del más cercano discurso del falso documental (recordemos su reconstrucción
del 23F). Todo mensaje informativo está sometido a revisión, pasado por el
tamiz, afortunadamente, del juego de adivinanzas y el punto de vista de la
ironía.
Artur Mas ha modelado su rostro con una media
sonrisa, que hasta cuando se muestra absolutamente cabreado, desconcierta a
cualquiera de sus oponentes: “¿Me está mirando con desprecio desde su atalaya?
¿Se toma a risa mis respuestas? ¿Cómo es posible que no sepa distinguir entre
el drama y la comedia? ¿Por qué no cambia la expresión de su rostro?”. Y con
José Luis Rodríguez Zapatero se produce un desconcierto parecido: Si uno mira
sus labios y la expresión general de su boca, sin escuchar la gravedad sonora
de sus palabras, estos transmiten dureza, firmeza, tragedia. Pero si desplaza
la mirada a sus ojos aparece en el interlocutor una sensación de cercanía, es
la mirada de quien siempre confía en que los problemas puedan resolverse
pactando y negociando en el marco jurídico de la democracia. Es un interlocutor
que con su boca expresa una palabra rotunda (¿la última?), mientras que con los
ojos deja la puerta abierta para nuevas formulaciones del oponente, antes de
que el final del drama sea irremediable.
Aun así, no
las tengo todas conmigo, no creo que acabe de dominar con mis reflexiones la
escena televisiva creada por Évole, a la que asisto como espectador curioso. Y
decido ir a la búsqueda del libro de Justo Serna, Bestiario español (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2014), una
semblanzas contemporáneas dedicadas a los principales actores de la política
española de los últimos años, para encontrar otros rasgos de personalidad que
yo no acabo de descubrir en el cara a cara organizado por la Sexta. Una
semblanza –lo afirma Serna, recordando a Pio Baroja- es una recreación breve,
sólo atisbada, de rasgos presentes en el sujeto retratado.
El autor del
ensayo lee todo lo que se escribe sobre los políticos españoles, sean
conservadores o socialistas, sean populares o bolivarianos, procedan del
comunismo o sigan poniendo velas a la Falange española. Piensa que el
presidente de ojos azules se ve a sí mismo como “epítome de su tiempo, ejemplo
de su generación: reúne varias características sociológicas imprescindibles y
las hace valer con astucia, con maquiavelismo”. Considera que su cercanía
social no es una actitud impostada, aunque la gravedad de su timbre de voz
transforme en trascendental el mensaje más ligero. “Es y se sabe un calco de
mucha gente. Por eso pone el énfasis en su condición corriente, en su aspecto
normal: eso que tantos esperan de un tipo muy parecido a nosotros”. (¿Por qué
cuando Rajoy apela a su vocación de normalidad uno no acaba de creérselo, y,
sin embargo, esas palabras en boca de Zapatero acabas aceptándolas?).
Busco el
perfil de Artur Mas y me ayuda a entender la realidad. “La primera vez que vi a
este político catalán [escribe Justo Serna] me dije: “Hombre, qué mozo más
guapo. Tiene buena planta y un hoyuelo”. Luego me fui corrigiendo. Tiene una
mandíbula que no le favorece, como de personaje de historieta, con un trazo
excesivamente anguloso, firme, sobradamente viril”. Y sigue en sus apreciaciones: “No hay manera
de verlo con aspecto informal. Como tampoco hay manera de verlo sin la senyera.
Tal vez, la Presidencia de la Generalitat se lo impide. Ay, el maldito
protocolo […] Habla bien, verbaliza y gesticula con porte, no como Pujol, que
cerraba los ojos, torcía la cabeza y balbuceaba. Pero Mas es un político que
traerá la decepción y la inquina, la frustración”.
Estoy esperando que en una próxima
entrega editorial del bestiario español Serna nos describa las plegarias de
Junqueras y Rovira, el canto al viento de Puigdemont, las aventuras imaginativas
de Miquel Iceta, la cruzada olímpica de Albert e Inés. Es un catálogo
imprescindible para entender la escena política y aprender a identificar los
diferentes papeles asignados en el reparto.
El profesor Serna usaba el término
farsa para describir la realidad política valenciana en otro ensayo que escribió
en 2013 (Ediciones Akal, Madrid, 2013) donde analizaba los personajes del drama
Barberá-Camps. Los códigos de la representación teatral resultan muy adecuados
para analizar el debate político. Pero entre sus protagonistas hay una
diferencia radical. Los actores saben que en escena fingen un papel, ponen toda
su energía en el trabajo para hacer verosímil la acción que quieren construir. Luego,
fuera de escena, vuelven a ser reales y cotidianos. Da la impresión que en
política hay bastantes protagonistas que toda su vida es puro fingimiento,
adaptan el texto a lo que su gente quiere oír en cada momento y no a lo que piensan
o la realidad sugiere.
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