domingo, 9 de septiembre de 2018

TRAS LOS PASOS DE STEWART Y BRENAN EN LA ALPUJARRA

Cuando el hispanista Gerald Brenan descubrió La Alpujarra, al sur de Sierra Nevada y al este de Granada, en los años 20 del pasado siglo, andaba buscando un refugio arraigado en el mundo de la naturaleza. Puso condiciones: que costara el poco dinero del que disponía, y que el pueblo elegido permitiera olvidar la vida urbana, industrial, victoriana, universitaria y militar que había ocupado su juventud. Al final eligió la población de Yegen, situada en el área de influencia de Ugijar, pero en realidad hubiera deseado instalarse en la Axarquía malagueña o en otras latitudes de montaña más cercanas al mar.
El polifacético Chris Stewart (ex batería de Génesis y esquilador de ovejas, entre otros oficios) al llegar a La Alpujarra ya había satisfecho la llamada de la naturaleza en anteriores etapas vitales. Por ello, comprar el cortijo en ruinas El Valero, en los alrededores de Órgiva, suponía olvidarse de aventuras. Buscó un asentamiento en un mundo hecho a su medida para tener hijos, cuidar de animales, cultivar frutales y practicar una economía autosuficiente. Y para contar esta hazaña vital en libros. Abandonar el nomadismo para arraigarse en las tierras de Al-Ándalus, que siempre fascinaron a los románticos británicos, más que una huida significaba para Chris y esposa poder realizar la vida a la que aspiraban. En definitiva, se trataba del proyecto de reconstruir en el siglo XX la útópica vida rural del Beatus ille del poeta Horacio.
Brenan cita precisamente al latino Horacio en las primeras páginas de la crónica viajera y antropológica que dedicó a aquel tiempo, y que incrementó su fama entre los lectores españoles que le habíamos descubierto al leer El laberinto español, en Ruedo Ibérico: "Me sonríe más que ningún otro/ aquel rinconcillo, donde la miel/ no desmerece de la del Himeto/ y la verde oliva compite con el Venafro,/ donde la primavera es larga y donde/ Júpiter otorga tibios inviernos..."
Olivos, vides, frutales, fuentes, cursos de agua por todas partes, panorámicas de horizonte ilimitado, carreteras endiabladas con buen firme y giros de todo tipo, calles con pendientes de vértigo... forman parte del escenario alpujarreño que he descubierto, con estas referencias librescas en la cabeza, en el nuevo viaje que he realizado este verano por la vertiente sur de Sierra Nevada. Y todo ello envuelto en un silencio constante.



Mi primera incursión en La Alpujarra la hice hace bastantes años con un pequeño grupo viajero, guiados por el amigo y periodista Javier Valenzuela. Los pueblos de Bubión, Pampaneira y Trevélez nos acogieron poco tiempo, porque los fuertes vientos de aquel mes de abril obligaban a andar por las calles agarrados a unas barandillas que ayudaban a avanzar y no perder el equilibrio. Acortamos la estancia en esta zona de influencia de Órgiva para refugiarnos en la ciudad de Granada y en su Semana Santa.
En aquel tiempo Chris Stewart todavía no había descubierto su cortijo imaginario ni había despertado la curiosidad de los numerosos viajeros, que ahora desearíamos ser protagonistas de sus experiencias, pisando el territorio que nutre las historias de sus cuatro magníficos libros. Esta parte occidental de La Alpujarra, la más cercana a Granada, ya gozaba décadas atrás de fama turística, mientras que la oriental y la perteneciente a Almería se ofrecían como destinos de mayor dificultad, anclados en una vida antigua y tradicional.
Pues bien, mi curiosidad en esta ocasión ha venido marcada por el precedente de Brenan, pero sobre todo por los ingleses coetáneos que desembarcaron en la comarca de Ugijar y Guerín en los años 90 buscando un tipo de vida más vinculado al mundo alternativo de Mayo del 68 y a las primeras experiencias hippies de Ibiza, Woodstock y California. Así que decidimos entrar a la zona desde el mar, por las carreteras de Almería, y disfrutar de la acogida social de varios núcleos de población situados en los alrededores de la calzada que cruza Sierra Nevada de norte a sur, alcanza los 2.000 metros y desciende hacia tierras de Guadix.



Nuestros guías en esta ocasión han sido ingleses anónimos y españoles con memoria, que se sienten solidarios con los habitantes de la última tierra andaluza que ocuparon los pueblos del Islam cuando la corona decidió transformarlos en moriscos y tiempo después expulsarlos de sus tierras y propiedades para ser abandonados en el Magreb. Británicos románticos como los que viajaron a Andalucía en el XIX han sido los inspiradores del viaje que he realizado este verano.
Una tierra perteneciente a los moriscos, gentes que intentaron hacerse fuertes en estas montañas de Sierra Nevada cuando su rebelión fue aplastada sin piedad. En Válor está la supuesta casa de Abén Humeya, último rey de los moriscos. El novelista Ildefonso Falcones en su libro La mano de Fátima describe la increíble violencia desatada por las tropas españolas contra niños y mujeres en los valles y barrancos del pueblo de Juviles durante aquel episodio histórico.
Las poblaciones visitadas (Picena, Laroles, Júbar, Mairena) han perdido vecinos en los últimos años, pero en verano siguen siendo el destino preferido de los habitantes que emigraron a Barcelona y Madrid. También los que descienden al litoral para trabajar en el mar de plástico de agricultura intensiva de Almería regresan felices. Los que vuelven construyen casas nuevas y reviven viejos tiempos en fiestas y excursiones.
En estas latitudes la vida cambia poco. Los del barrio de abajo, que tenían menos recursos, aspiran a construirse la nueva casa en el barrio de arriba. Los pueblos se configuran en una especie de ancha escalera, asentada en la ladera, para que todos disfruten de los paisajes del valle. La vida cotidiana permanece fiel a los tiempos difíciles. El gallo sigue rompiendo el silencio del amanecer. Las pisadas del primer paseante acompañan el último sueño del visitante. Los estrechos y empinados callejones amplían el eco de las conversaciones como si fueran el principal acontecimiento del día.
Se continúa construyendo de la misma manera. Techos horizontales, sin tejas, protegidos por grandes losas de piedra cubiertas con una gruesa capa de launa apisonada (arcilla que se extrae de los barrancos), que protege de la humedad y da peso al tejado. Y en una esquina se coloca un canalón para evacuar directamente el agua de lluvia sobre la pendiente de la calle. En el interior se enyesan y encalan los muros de la casa dejando las paredes con imperfecciones y sinuosidades. El último piso es el más apreciado: la azotea para secar alimentos y la terraza para otear el horizonte. El piso más bajo mantiene su puerta más pequeña porque era la entrada del ganado y de los aperos de labranza.






Los británicos que aterrizaron por aquí las últimas décadas, compraron y restauraron casas, colaboraron con la población local en el relanzamiento de la cultura y el ocio, promocionaron la gastronomía alpujarreña. Al final de un día pudimos comprobarlo en un encuentro de la música y danza flamenca con la hindú, programado gracias al arraigo que estos inquietos ingleses impulsan a través del festival Me vuelves Lorca. Cinco ediciones cultivando la memoria del gran poeta granadino. La bailaora Belén Maya y la cantante y bailarina Amina Khayyam transformaron el escenario colocado sobre la antigua era de Laroles, donde se trillaba el trigo, en un balcón de arte abierto a la noche mágica de Sierra Nevada.
Al día siguiente en Jóbar participamos de la fiesta flamenca del grupo local No me toques las palmas que me conozco, y degustamos el guiso de la olla monumental después de comer bocadillos y aperitivos. La pista de baile correspondía a la explanada de la iglesia, una antigua mezquita construida en el siglo XII, que también acogió un tiempo a los sefardíes locales. De manera que las tres culturas protegen esta fiesta popular en un pueblo que permanece activo, colgado en la ladera meridional del Mulhacén y Veleta.



Otra jornada decidimos ascender la sierra para descubrir lo que se esconde al otro lado, en las tierras de Guadix. Seguimos la enrevesada carretera para alcanzar con la vista la panorámica de los paisajes del Marquesado de Zenete. Y la sorpresa fue enorme. Al norte de Sierra Nevada practicamente divisamos un desierto, que en otro tiempo estuvo dedicado a la extracción de minerales. En el castillo palacio de La Calahorra, el Marqués de Zenete, hijo reconocido del Cardenal Mendoza, reunió lo mejor de la arquitectura y el arte renacentistas. Una joya cultural situada fuera de ruta en este paraje de territorio áspero y seco, sin árboles. El nombre del marquesado procede de la palabra árabe sened, que significa subida, falda, cuesta del monte.
En Picena tuve oportunidad de conocer a un vecino, rapsoda autodidacta, que nos regaló el recitado de un poema que había escrito para ensalzar su pueblo cuando siente nostalgia en las tierras catalanas ,donde emigró. Con una sabiduría muy distinta a la que encontramos en los libros y vidas de Brenan y Stewart, nos fascinó con un poco de cultura arraigada en la tierra y el agua: "De abundantes almendrales, oh Picena, cómo estás, el vergel de tus barrancos que Granada aquí nos da/ Y en la vega tantas flores, nuevas semillas dejaran, y ese nombre de Picena por el mundo llevaran./ Picena, ¡ay Picena!, dulce nombre, tierno hogar, con la flor de tus olivos me pareces un altar".



Y después de diez días en esta tierra escondida, abandonamos, con aire renovado y los oídos acostumbrados a escuchar el silencio, estas rutas viajeras que permitieron a las gentes del Islam prolongar su vida en España sin despertar excesivos recelos. Un tiempo de tregua aparente que no duró mucho. Mientras tanto, dejaron unas raíces culturales, transformaron un paisaje agrícola y crearon unos núcleos de población, que los viajeros, y de manera especial algunos ingleses, encontramos hoy todavía sin contaminar. 

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