Una vez instalado en Valencia montó su despacho oficial en el edificio de la Capitanía Militar. Pero Azaña dispuso también, en un escenario muy diferente, de una residencia privada en la Pobleta, elegante y amplio chalet de montaña rodeado de pinos y senderos que conducen a las cotas más altas de la sierra, protegido en su entrada por el espléndido monasterio de Portaceli. “Silencio absoluto, sol mediterráneo, olor a flores”, escribió el ciudadano Azaña en sus memorias. Todo un contraste a los aires de incivilidad, violencia, guerra, hambre, represión, que invadían todos los rincones de España.
Aprovecho un soleado día de invierno para recorrer este paraje y poner una imagen real a las palabras del político republicano. Ya lo hice en años de juventud acompañado por amigos vinculados con los propietarios actuales de la Pobleta. Pero los recuerdos se han borrado, y aunque la morfología del lugar sigue siendo la misma, el espacio se ha transformado en una finca privada de acceso imprevisible. Una valla abierta a los bomberos de incendios forestales, pero cerrada al visitante por un cartel de “prohibido el paso”, me deja inmóvil ante la casa de los guardas que debían supervisar el control de acceso. Al fondo del camino otra casa rural con un alto depósito de agua construido para abastecer las viviendas, marca la ruta de llegada a la gran mansión, que oculta entre pinos, recibe todo el sol de mediodía. A sus espaldas los altos riscos de la Calderona la defienden de los fríos del norte.
Este es un pequeño espacio casi cerrado, que se abre después de otro aislado valle, el del monasterio. Así que la protección natural es doble. Imposible de localizar por tierra, mar o aire donde se ocultaba el presidente Azaña. Su salud era frágil, su depresión galopante, la falta del apoyo aliado acentuaba la debilidad del gobierno. Pero vivir la tragedia del país, aislado en esta sierra, permitía alargar un poco más la esperanza, los deseos de que la pérdida no fuera irreversible. Cuadernos de La Pobleta es el nombre de los diarios que recogen el testimonio de los horrores narrados por políticos e intelectuales que le visitaban. Se le reprochó permanecer tan lejos de los frentes, retirado, casi escondido, pero, en cierto modo, el gobierno garantizaba de esta manera la protección de quien representaba la II República.
También este escenario natural ha permitido escribir páginas no tan dramáticas. Los novelistas valencianos del Romanticismo crearon historias de secuestros y visitas inesperadas al interior del convento, personalizadas en damas fantasmagóricas y duendes itinerantes, que a través del acueducto de la cartuja franqueaban la frontera entre el mundo real y el retiro cisterciense. Gracias a esta obra de ingeniería, que hoy sigue luciendo solidez, la fresca agua de los manantiales de la Calderona ha saciado la sed de los moradores de esta cartuja creada por el confesor de Jaime I, en 1272, regida por las estrictas normas de San Bruno. Los monjes cultivan naranjos, almendras y hortalizas. El acceso está prohibido a mujeres y es muy restringido para los hombres.
La Diputación de Valencia salvó el conjunto arquitectónico de este cenobio al adquirirlo a sus últimos propietarios y protegerlo de la ruina. Por efectos de la desamortización en el primer tercio del XIX dejó de ser recinto religioso. La Diputación lo restauró por completo en los años 40 para entregarlo de nuevo a los monjes del Cister. Su pinacoteca conserva cuadros de Ribalta y Alonso Cano. En sus muros resuenan las palabras de su prior Bonifacio Ferrer, uno de los grandes traductores de la Biblia al valenciano.
Los excursionistas, como yo, que nos acercamos a estos escondidos valles para buscar La Pobleta, las aguas de la Font del Marge o el pico de Rebalsadors, confirmamos el privilegio de determinados espacios naturales. Por su aislamiento, por la presencia lejana del mar, por su localización estratégica, están predestinados a ser un recinto de espiritualidad y aislamiento, incluso para los que intentaron huir de una guerra incivil.