domingo, 6 de febrero de 2022

MUERTE Y VIDA EN LOS LIBROS DE CONSUELO TRASOBARES

    Leer el último libro publicado por Consuelo Trasobares, editado por la marca NPQ del Grupo Editorial Sargantana, permite recuperar los recuerdos y las hazañas de una pequeña niña, que al crecer se transforma en joven estudiante en un pueblo de Aragón. A través de sus vivencias se reconstruye con maestría la vida de un pueblo de tipo medio durante los años duros del franquismo. Con motivo de la lectura mis pensamientos se han trasladado a un libro anterior de la autora, destinado a recuperar la importante historia civil de un destacado pueblo del interior de Valencia, en el que analizando todos los elementos escritos y ornamentales que la escritora descubre en sus cementerios religioso y civil, es capaz de mostrar cómo vivieron sus vecinos en el último siglo. Nunca he encontrado en mis lecturas tan cerca, tan próximas, las historias sobre la vida y las historias de la muerte, marcadas por un mismo destino: recuperar la memoria de una colectividad.

    El volumen Ayer, que se publica ilustrado con  dibujos de Pedro Alonso, nos permite conocer  en palabras y en imágenes, cercanas a un tratamiento fotográfico, la vida del pueblo Brea de Aragón, próximo a las estribaciones del pico Moncayo y a la ciudad de Calatayud. Allí nació la escritora, que al construir literariamente los personajes de la niña Mariel, sus hermanos, vecinos y familiares, hace un homenaje a la rutina y a los hechos extraordinarios que marcaron la evolución de su pueblo en el contexto de lo que ahora llamamos España vaciada. Descubrimos una población que vive en silencio las heridas políticas de la guerra del 36, el drama social y cultural de la dictadura en los años 50-60.

    Consuelo Trasobares pertenece a un generación de jóvenes aragoneses que crecieron pensando en huir a la ciudad, a tierras valencianas, después de adquirir la formación académica que les permitiera cambiar de estatus social y económico. La autora optó por la actividad docente que ejerció en varias poblaciones valencianas (La Yesa, Manuel) y en especial en Buñol, donde reside. De ahí que haya decidido recuperar la historia de esta última población estudiando los testimonios de sus vecinos registrados en lápidas, símbolos, testimonios, epitafios etc. por no poder, en este caso, transformar en literatura las raíces vitales y la eterna memoria del lugar donde se nace, se vive la adolescencia y se estudia.

    La novela elige una estructura aparente de recopilación de pequeños relatos con la pretensión de desarrollar en cada uno de ellos lo más representativo de la vida de un pueblo cercano a los dos mil habitantes: las fiestas, los funerales, las relaciones vecinales, las interacciones familiares, la escuela, la influencia punitiva y represora del párroco, la marginación social de quienes perdieron la guerra civil, las relaciones de intereses que genera la actividad industrial, el lavadero como foro de noticias y chismes, las fantasías creadas en el cine del pueblo, los vecinos que no se adaptan a las convenciones, las tradiciones gastronómicas... Pero entre los preciosos diálogos y las eficaces descripciones que conforman estas escenas costumbristas, el lector va construyendo la trama de la novela, el pulso de la vida que adquiere la niña Mariel, escuchando y observando a unos y otros, adoptando sus pequeñas decisiones día a día, hasta que alcanza la madurez. 

    En el libro descubro una profunda nostalgia por la vida que pudo ser y no fue, por amores y complicidades que pudieron producirse pero no se desarrollaron a tiempo, por opciones que no se supieron elegir en el momento que la vida plantea encrucijadas. La narradora en los últimos capítulos escribe sobre la pena que produce, mucho tiempo después, la muerte de alguien que te amó y al que no supiste corresponder: "tu muerte ha servido para que yo te recuerde eternamente y sea tu más fiel y abnegada amante... Ya ves, ahora que nada es posible, vives en mi gozo, en mi placer, en mi fantasía". Como si la irremediable ausencia que significa la muerte, despertara el más profundo sentimiento amoroso que no supiste desarrollar en vida.


    

    Brea de Aragón no era en aquellas décadas de la dictadura franquista un pueblo exclusivamente rural. Gozaba de una tradición industrial vinculada al tratamiento de pieles, que le había permitido en el siglo XVIII ser hegemónico en España en la producción de este elemento básico para la fabricación del calzado. En tiempos de la República llegó a tener abiertos 32 talleres de calzado y sandalias. Por ello en el libro descubrimos también un entramado social marcado por una actividad sindical, obrera, librepensadora.

    Precisamente Buñol, que en el siglo XIX los intelectuales de la Renaixença la bautizaron como la Suiza valenciana por su abundante agua, recursos forestales y paisajes escarpados, es una ciudad que goza de un pasado vinculados a la industria del papel y al arraigo de la población en una tradición socialista, comunista, anarquista, a un interés por la masonería como alternativa de desarrollo social y cultural frente al pensamiento totalitario y religioso. El cementerio civil constituye un homenaje, un auténtico museo de esos ideales que el franquismo señaló como origen de todos nuestros males.

    

    El libro Cementerio de Buñol. Necrópolis de símbolos laicos, políticos y religiosos, editado hace unos años por el Instituto de Estudios Comarcales de la Hoya de Buñol-Chiva, ofrece un estudio pormenorizado del amor que los vecinos tenían y tienen por la música, la actividad deportiva, los oficios tradicionales, las aficiones, las tradiciones religiosas, la literatura funeraria, la poesía... Hay vecinos que en su muerte siguen siendo identificados por el apodo de toda su vida. Uno de los epitafios recogidos por la escritora destaca: "Cuando alguien al que amas se convierte en un recuerdo, la memoria se convierte en un tesoro". El volumen ofrece un homenaje a la vida gracias al amoroso recuerdo que dejan los muertos en un espacio de silencio, soledad y recogimiento. Cuando se extingue el recuerdo es cuando realmente aparece la muerte con su guadaña levantada, dispuesta a promover el olvido y la ignorancia.

miércoles, 2 de febrero de 2022

LA SIERRA CALDERONA, ATALAYA DE LOS ÍBEROS

     Los íberos descubrieron y poblaron la Sierra Calderona cinco siglos antes de la era cristiana para aprovechar sus condiciones de gran mirador geográfico, imponente atalaya desde donde poder controlar cualquier movimiento enemigo o comercial producido en la extensa llanura fluvial de Valencia y el parque natural del lago de la Albufera. Desde sus alturas divisaban el ancho mar Mediterráneo hasta el litoral por donde se cierra el inmenso golfo de Valencia hacia el sur, con la montaña del Montgó en Denia.

    Dos yacimientos arqueológicos, rehabilitados hace tiempo para que los enclaves pudieran ser visitables, dan testimonio de la red defensiva, de vigilancia y de aprovechamiento agrícola que, desde el centro neurálgico de Edeta (Lliria), estos aristócratas guerreros, reconocidos hoy en día con el rango de príncipes de Occidente, desplegaron aprovechando sus montañas más próximas. En estas localizaciones seculares ejercieron una eficaz defensa estratégica de sus construcciones y generaron una vida estable y jerárquica en comunidad.

    El primer destino que quiero señalar se llama Castellet de Bernabé, en el término municipal de Lliria, muy próximo a Alcublas. La ruta senderista (PRV258), que alcanza al final este destino (aunque una corta pista forestal facilita llegar en coche hasta la puerta del yacimiento, si se desea), permite realizar un recorrido a pie de dificultad moderada de poco más de diez kilómetros desde la rotonda del Pi, donde se encuentran las carreteras comarcales de Lliria, Casinos y Alcublas. El punto de vista panorámico recomendado se llama mirador Puntal del Llop (598 metros de altitud sobe el mar). Llama la atención que en esta zona los íberos no eligieran este balcón orográfico para  asentarse por la perspectiva inmensa que ofrece, rodeado de buenos pinares que se extienden por sus laderas.


 La senda desciende a cotas más bajas teniendo siempre a derecha, en lo alto, la referencia visual del mirador y su solitario pino. Luego bordea la finca El Valle. Al alcanzar el llano se cruzan extensos campos de almendros, que abastecen la importante demanda industrial de los turroneros de Casinos, en un tramo plano de la ruta cuyo objetivo es alcanzar la carretera de Lliria y cruzarla, pues el yacimiento se encuentra en un montículo del otro lado, que domina el plano de La Concordia. 

    El yacimiento no es de libre acceso, dispone de un aparcamiento para facilitar la visita concertada previamente. El senderista descubre que este asentamiento alimentó más razones agrícolas que estratégicas en la red de poblados ibéricos que suministraban productos y seguridad a Edeta. Las excavaciones determinaron que el castellet estuvo habitado por un aristócrata militar ecuestre, rodeado de sus familiares y servidores, que lo ocuparon hasta que fué quemado y destruido por tropas romanas hacia el siglo III a. Xto. 





   En el Castellet de Bernabé es posible descubrir ahora las marcas de los carros sobre las grandes losas de piedra que conforman el camino de acceso al asentamiento por su lado izquierdo. Tiene muros defensivos, una puerta de acceso bien protegida y una segunda salida por el lado de las estancias de la familia del aristócrata. Entre cenizas y materiales de construcción que se acumularon en las habitaciones de la comunidad y en el pasillo central, los arqueólogos encontraron numerosos testimonios y restos artísticos, agrícolas, alimentarios etc. Con ellos reconstruyeron la vida de los moradores de esta pequeña fortaleza que ocupa unos mil metros cuadrados. Las escaleras de piedra que perviven, señalan que varias dependencias (en total hay más de treinta) disponían de planta baja y piso superior, incluso en algunos casos un pequeño sótano. Las casas las cerraban con puertas de madera y llaves metálicas. En algunas habitaciones se descubrieron restos de niños menores de seis meses, enterrados en un lateral de la estancia ya que posiblemente no los valoraban todavía como miembros activos de la comunidad que merecieran ser enterrados en tumbas familiares.

    El otro asentamiento que quiero reseñar, el Puntal dels Llops, se sitúa más al este de la sierra, en el pequeño valle cerrado de Olocau, dominando visualmente desde una cota de 427 metros a esta conocida población de la Calderona y todo el horizonte estratégico del arrozal y la extensa huerta valenciana. En este caso la ruta senderista no tiene más dificultad que la que representa ascender a una pequeña montaña. Como sucedió en el anterior yacimiento, descubrimos en el centro del montículo un gran pasillo central al que salen las diversas habitaciones y almacenes que se sitúan a ambos lados. El carácter guerrero de este núcleo de población íbera determinó la construcción de una torre defensiva en la misma puerta de acceso a la muralla. Perteneció al señor Nauiba y a su familia y séquito de unas treinta personas. Todos ellos practicaron actividades agrícolas, ganaderas, de caza, apícolas, metalúrgicas, textiles, artísticas, y también guerreras cuando había que defender el poblado. En Olocau se conserva una pequeña colección de objetos del yacimiento y en el Museo de Prehistoria de Valencia otras piezas importantes. En esta última colección también se encuentran los materiales arqueológicos del Castellet de Bernabé.

    Los íberos de estas tierras valencianas convivieron durante siglos con fenicios, griegos y celtíberos porque estos pueblos y culturas extraños, que llegaban de otras latitudes mediterráneas y del interior de la península, estaban movidos más por el comercio y los intercambios que por la ocupación territorial. La decadencia y destrucción de la cultura íbera se produjo con la conquista del imperio romano. Sus ejércitos quemaron todo lo que iban encontrando, imponiendo una nueva civilización y modificando drásticamente la estructura del territorio. Que se lo cuenten a los saguntinos, situados en la cota más baja de la Sierra Calderona, que sustituyeron su nombre íbero de Arse por el romano de Saguntum. Roma fundó Valentia en el llano, entre las aguas del Turia (Tyris), y abandonó la sierra como red de asentamientos comunitarios, para preparar un nuevo aprovechamiento del territorio, que luego los árabes convirtieron en huerta rica y productiva.