Hace unas semanas nos dijo adiós, plenamente consciente de que su vida acababa. Y no somos capaces de reconocer que así ha sido. Todavía escuchamos su voz, observamos sus gestos, escuchamos sus sabias palabras, todavía reímos con sus ocurrencias. La muerte es inexplicable. No desde un punto de vista biológico. Simplemente donde había vida entra el frío, y el calor del cuerpo va perdiendo intensidad paulatinamente, hasta que el corazón se para, la respiración desaparece y el espíritu huye de una masa corpórea fría, que no puede moverse. La muerte es inexplicable porque la vida de los muertos, aunque no lo deseemos, sigue habitando entre nosotros.
Es imposible que en unas horas, dos días, tres
meses, la vida que hemos compartido con Inmaculada desaparezca para siempre.
Nuestros sentimientos, nuestra memoria, los individuales y los colectivos,
nadie puede arrebatárnoslos. Por eso en nuestra sociedad ante la muerte
injustificada realizamos el esfuerzo de crear signos, símbolos, homenajes que
mantengan presente durante largos años la trayectoria de la persona a la que
nos vemos forzados a despedir. Con Inmaculada no debemos perder la oportunidad
de ejercer esta liturgia social de dar existencia cotidiana a los muertos.
Porque méritos no le faltan. Por su
gestión pública cultural pasa el haber regulado el patrimonio musical
valenciano con el apoyo de una ley pionera, el haber creado los mecanismos de
gestión administrativa para que esta tradición cultural se adaptara a los
nuevos tiempos y entrara en igualdad de condiciones a compartir un lugar
destacado en bibliotecas, hemerotecas, centros de difusión y docencia, espacios
de producción y exhibición. Desde que los valencianos hemos recuperado el
autogobierno nadie ha trabajado tanto a favor de los creadores e intérpretes de
la música valenciana como Inmaculada Tomás, la primera y única directora del
Institut Valencià de la Música (IVM). Por ello habría sido lógica su presencia
al frente del Palau de les Arts desde que empezó a fraguarse el proyecto.
El saqueo político de los últimos
tiempos ha convertido las siglas del IVM en un sueño que no existió, dejándolo
sin presupuesto y limitando su proyección pública. Y no fue así. Porque el IVM,
como otros tantos instrumentos de gestión cultural nacidos gracias al Estatut,
estaba hecho a la medida de una política cultural de largo alcance, la que
siempre practicó nuestra querida amiga.
Inmaculada entendió como pocos
gestores que el trabajo público se hace cerca de la gente, a pie de calle, con
los profesionales, dejando los intereses particulares lejos del despacho donde
trabajas. Siempre tuvo la maleta hecha para desplazarse a compartir y disfrutar
personalmente un estreno, una presentación, una rueda de prensa, una
negociación de producción artística dentro o fuera de España. Su hoja de ruta
viajera tuvo como destino los principales festivales de España y otros países
europeos, las primeras instituciones musicales y culturales del país, y así
temporada tras temporada, infatigable, con la sana ambición de que su presencia
nunca se echara en falta. Por esta razón
cuando necesitaba gestionar sus escasos recursos presupuestarios para dar
cuerpo a un proyecto encontraba financiación y viabilidad hasta debajo de las
piedras. Se había ganado a pulso el crédito que le otorgaba cualquier promotor
de cultura.
Las entidades ciudadanas que
alimentan el mundo musical valenciano tienen que poner en sus agendas la
convocatoria de alguna acción, de algún homenaje, que ponga en valor el legado
cultural que dejó la gestión pública de Inmaculada Tomás. Los espacios de
exhibición que ella animó con sus programaciones deben mantener vivo el eco de
sus palabras, siempre inteligentes, dispuestas a dar impulso y forma a
iniciativas culturales.
La dinámica política de los últimos
años le había convertido en una superviviente frente a los gestores de la
improvisación, frente a la ignorancia política de los que pretendían borrar las
huellas de una cultura que incomoda. Resultaba una funcionaria extraña, metida
en un cuerpo administrativo que buscaba
su extinción. Pero siempre resistía, sobrevivía, al grito de “Tomás, la que más”.
Lo que no supo vencer es la enfermedad que desde hacía tiempo le venía
enseñando sus dientes mortales. Ante esa situación ha sido la única ocasión en
la que ha tenido que decir unas palabras desconocidas para ella: “no puedo
más”, y aceptar comprar el billete de un destino no deseado.
Durante buena parte de su vida cuidó de los
suyos, para los que seguía y sigue siendo una xiqueta de 65 años. Tenía todavía proyectos por delante. Arriesgada
en lo público, conservadora en lo más íntimo de su corazón y sus costumbres.
Vecina del barrio de Velluters, allí fue a la escuela, creció, vivió, incluso
ahora allí tuvo la oportunidad de trabajar. Su espacio doméstico, privado,
siempre fue el mismo. El que, por fortuna, ahora, probablemente, sigue
ocupando.
La foto que incluyo en este artículo la disparó David Poliakoff en la SGAE en Valencia cuando el destino y la enfermedad todavía le tenían reservado un año más de vida.