La actual visibilidad
femenina representa un nuevo tiempo que facilita asumir colectivamente las
responsabilidades sociales más cotidianas, y reconocer el papel ejercido por
ellas en el mundo privado del crecimiento personal y desarrollo del tejido
social durante siglos. Se acabó su ciclo de invisibilidad. Este escrito es hoy, 8 de marzo, mi modesto homenaje al cambio histórico que busca colocarlas en plano de igualdad con los hombres.
Al trabajo oculto que practicaron,
que no clandestino, le corresponde ahora un salario y un reconocimiento moral
justo, una proyección exterior económica y profesional, después de haber ejercido
entre sombras un poder imprescindible para mantener la estabilidad
social.
Llegó el
tiempo de poner fin a su existencia como seres invisibles que no podían
reclamar las medallas que les correspondían por el cuidado de los mayores, de
los hijos, de la educación, del espacio público de la ciudad, del respeto a la
naturaleza. Del mismo modo, llegó la oportunidad de no ignorar sus logros en todos los ámbitos culturales,
científicos y económicos donde consiguieron situarse pese a la obstrucción
masculina.
Estas
semanas se ha cruzado en mis pensamientos otra significación del concepto social de
invisibilidad, que engarza con una palabra que representa una lacra social que arrastramos
muchas sociedades europeas: amnesia colectiva. El pretexto es la reciente
lectura del ensayo de la periodista franco alemana Géraldine Schwarz, Los amnésicos. Historia de una familia europea, que luce el
galardón de mejor ensayo europeo editado en 2018. Cuando se impone
invisibilidad a amplios sectores sociales a la vez que se promueve la amnesia,
para no reconstruir un pasado traumático en el que una parte de la sociedad
impuso con violencia su programa a la otra parte, nos encontramos ante sociedades
enfermas que nunca avanzan en el ámbito del reconocimiento de lo que realmente
son, nunca quieren identificar el origen del que proceden.
Schwarz demuestra a lo largo de un extenso razonamiento muy bien documentado cómo el genocidio y los crímenes contra la humanidad realizados por los nazis, con el apoyo tácito francés del régimen de Vichy y otras naciones europeas, contaron con la actitud de mirar hacia otro lado practicada por numerosos sectores sociales de su país. La periodista pone el acento en la amnesia asumida por la mayoría de alemanes. Esta actitud en alemán se define con la palabra mitläufer. Todos ellos fueron actores secundarios, actores participantes, en definitiva, en los crímenes contra la humanidad. Geraldine Schwarz desenmascara a los ciudadanos callados -entre ellos algunos de sus antepasados-, que hicieron la vista gorda a lo que estaba aconteciendo y cedieron ante el atractivo de determinadas actuaciones del Reich que les produjeran beneficios, como fue el hecho de explotar negocios incautados a los judíos. No mostrar desacuerdo ante un gobierno criminal y dictatorial, y beneficiarse de sus arbitrariedades es, en realidad, una forma de complicidad.
En el conjunto del marco
cronológico que reconstruye en su ensayo, desde 1939 hasta 2017, podemos reconocer
que el retraso y la resistencia conservadora a poner en revisión el golpe de
estado franquista y la posterior dictadura de cuatro décadas en España, constituye un
elemento no tan diferenciador de los procesos seguidos en Francia y Alemania
para condenar el nazismo. Porque la misma resistencia social a aceptar la
reparación política, que supone aplicar una ley de memoria histórica para arrinconar la amnesia colectiva, existió en la sociedad alemana cuando
finalizado el III Reich se tardaron 40 años en reconocer públicamente los
crímenes cometidos contra un amplio sector de la población en nombre de la limpieza étnica
y el antisemitismo criminal.
Hasta 1985 no se produjo una
confesión pública y explícita de un dirigente alemán, el presidente
democristiano Richard von Weizsäcker, en unos términos que Konrad Adenauer o Helmut
Khol nunca pronunciaron. Weizsäcker reconoció la responsabilidad del pueblo
alemán en el holocausto y su culpabilidad en los crímenes del nazismo
antisemita. Hasta entonces el discurso oficial practicaba las ambigüedades, aunque el juicio de
Nuremberg promovido por los aliados hubiera intentado aplicar un veredicto
ejemplar en los años 1945-46. Luego, la caída del Muro de Berlín consolidó ese
reconocimiento de la culpa colectiva al revisar la locura social creada por Hitler y sus numerosos apoyos, tácitos o silenciosos, que encontró en la sociedad
alemana.
Con Francia sucedió algo parecido,
según la periodista Schwarz. Hasta 1995 no se reconoció ni se condenó el apoyo
que obtuvo el holocausto en el territorio galo desde donde salieron trenes
repletos de refugiados y judíos con destino a su muerte en crematorios
instalados en territorios controlados por los nazis. Debieron pasar 50 años para
que Jacques Chirac, presidente de signo conservador, decidiera enterrar la política
defendida por los amnésicos europeos y reconociera públicamente que el régimen
de Vichy, constituido en la Francia ocupada por los nazis, había participado en
los crímenes del holocausto. El socialista Mitterrand durante sus largos años
de poder omnímodo nunca asumió esa culpabilidad y su respuesta a las
acusaciones de amnésico era: “Vichy no es Francia”. Los crímenes de Vichy no
formaban parte de la gloriosa historia francesa en la que se cuenta que aquel
período histórico sólo se superó gracias a la Resistencia de los franceses que consiguió
echar a los nazis del país con la colaboración final de los aliados.
En España era
impensable que el franquismo pidiera perdón a sus víctimas republicanas.
Después de los 38 años de dictadura de Franco, desde 1976 hasta la aprobación
de la ley de memoria histórica que aconteció en 2007, pasaron 29 años, un plazo
de tiempo en cierto modo más corto que el empleado por Alemania y Francia para
superar la amnesia y reconocer la culpa, ya que en estos países no se implantó al finalizar la guerra mundial una dictadura como la española.
Las corrientes de fondo que marcan el
devenir social son especialmente lentas e invisibles en determinados temas en
los que la culpabilidad y el trauma colectivo se esconden para poder hacer
frente al presente, o simplemente porque la mordaza de una dictadura obliga a
ocultar el dolor sin duelo para sobrevivir.
Tal vez en esta combinación de invisibilidad con amnesia
colectiva se encuentran las claves de la sorpresa y el dolor atávico que
produce escuchar hoy en el parlamento español opiniones de la extrema derecha y determinados políticos conservadores que representan todo lo contrario de los valores de la democracia construida gracias a la actual Constitución y a la tradición de la II República. ¿De dónde salen esos rugidos, ese machismo hinchado
de fascismo? ¿Cómo se han podido alimentar durante las últimas décadas valores
de intolerancia y aniquilación del contrario?
Hasta ahora no se les había prohibido
manifestarse, no se había decretado su invisibilidad. Pero se les había
obligado por ley a abandonar la amnesia
y la manipulación de la historia colectiva pasada. Y sin embargo ahí se
mantuvieron, transformados en larvas, hibernando en las cloacas del país, invisibles, mudos.
¿De dónde salen esos rugidos que promueven el miedo a la libertad y reclaman la
presencia de dictadores salvapatrias? Quiénes no sólo les escuchan sino que
también aplauden y lanzan por sus bocas los mismos insultos a la inteligencia ¿dónde
han estado viviendo estos años, donde estaban agazapados, en qué país han
nacido? Qué débil transmisión de valores democráticos se ha producido entre
generaciones en nuestro país para desmontar la ideología franquista que ahora
resurge de las tinieblas.
Leyendo el ensayo de Geraldine Schwarz descubrimos la amnesia
que ha acompañado durante décadas a amplias capas de la sociedad europea y lo
costoso que ha sido asumir la responsabilidad ciudadana de que el holocausto se
produjo porque numerosos ciudadanos lo apoyaron. Pienso, como conclusión de mi
reflexión, que se puede establecer una cierta relación entre las invisibles y los
amnésicos, por tratarse de sectores sociales que no ayudan a superar
acontecimientos traumáticos y estructuras injustas. Las primeras porque tienen
prohibido participar en la vida pública y los segundos porque con su silencio
dejan hacer a los dictadores fascistas y perdonan sus culpas.
(Las fotos con que ilustro el artículo corresponden a un viaje a Berlín, que programé en otoño de 2008)
(Las fotos con que ilustro el artículo corresponden a un viaje a Berlín, que programé en otoño de 2008)
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